miércoles, 24 de agosto de 2016

MUJERES PRESAS III: BRENDA, UNA SONRISA QUE TODAVÍA DUDA


Sabía lo que hacía, se arriesgó y perdió la libertad.

Hoy se aferra al futuro sin mirar atrás


    Quisiera llamarse Brenda y así se llama en esta historia. La suya, la de una mujer llena de energía y de deseos. La de una mujer que ha visto cómo la vida se desvanecía y se derrumbaba como una montaña de arena, borrando poco a poco los trazos de sus proyectos. "Fue mala suerte", me dice nerviosa. 

    Le propongo dar un paseo después de nuestra charla y Brenda duda. Me mira fijamente con los ojos llenos de expresión, enormes, con la pupila brillante. Desde pisó la cárcel se ha vuelto temerosa. "Yo voy a bajar de todos modos a coger mi coche", le digo, "¿quieres que bajemos juntas?". "Vale", me contesta bajito.

    Cogemos el ascensor, le alabo el pelo rojizo, largo y rizado. ¿"Tú crees que podrías conseguir que yo lo tuviera así?", le digo en broma mientras miro mi melena corta, lisa y rubia reflejada en el espejo. Y consigo que se ría abiertamente. "No creo", remata.

     Brenda es peluquera. Me ha contado que vino de  un país africano junto a su marido. Recaló en Barcelona y le iba bien haciendo trenzas y peinados africanos en la calle y a domicilio. Tenía sus clientes. Pero necesitaba más dinero para mandar a casa. Y se arriesgó.

    "Alguien me dijo que era muy fácil", cuenta, "solo tenía que venir a Madrid, coger una bolsa y volver a montarme en el autobús para Barcelona". Sabía que llevaba droga, aunque no exactamente qué era ni para quién. "Lo hice en secreto, no se lo dije a mi marido porque sabía que no le iba a gustar".

     Pero las cosas no salieron como pensaba. Entró la policía en el autobús, le miró la bolsa y todo se acabó. "Pasé la noche en el calabozo del aeropuerto, después a los juzgados y de ahí a la cárcel de Meco".

     Ahí es cuando se emborrona su lienzo. "No conseguí hacer amigas", me dice. Y yo me sorprendo. Su simpatía es evidente. Su alegría, su sencillez y su naturalidad cautivarían a cualquiera. "Era yo la que no quería salir de la celda. Las vigilantes me animaban, pero a mí me parecía increíble que las otras presas tuvieran ganas de charlar o hacer fiestas. Yo sólo quería salir de allí. No tenía sitio para nada más."

    Su paso por la cárcel es un agujero oscuro, sin principio y sin fin. Un pozo de soledad y espera. Día tras día. Su sonrisa huyó pronto. Se escondió miedosa de perderse para siempre. Su marido se enojó y no quiso saber nada de ella. No la visitó. No le mandó paquetes. No la esperó. Se fue.

     La Brenda que yo conozco, a punto de conseguir la libertad condicional, ha recuperado ya un hilo de luz. Con tan solo ese haz ya sonríe a menudo, aunque sea nerviosa. Habla con frescura y me cuenta su historia sin reparos. Recibe la ayuda de las educadoras sociales de ACOPE con confianza, con agradecimiento. Y responde con ilusión. Espera conseguir clientes nuevos y hasta su propia peluquería. Y ha dado el primer paso; ha hecho sus tarjetas de visita por internet.

    Pero todavía duerme miedosa de su propia libertad cuando está de permiso. Año y medio de internamiento es capaz de apartar de un empujón toda una vida de libertad. Y manda la confianza muy lejos. Brenda va ya en camino de recuperarla. En su espalda, una mochila llena sueños, de convicciones y de esperanzas. Ni un recuerdo. Ni una mirada atrás. "No ha pasado. Esto no ha ocurrido y por eso no lo pienso", murmura segura. 

     Solo piensa en su presente. Maneja las llaves del piso de la asociación donde vive durante el día nerviosa. Pero las agarra con fuerza. Son suyas. Ella decide cuándo abre y cuándo cierra. Le falta adivinar cuál es la maestra. La que le permitirá rescatar a la Brenda que siempre fue y se esfumó por cometer un error. Su mirada me hace estar segura de que pronto lo conseguirá.

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